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Por Mauricio Ortega
La actual pandemia ha causado estragos de distinta índole, el de naturaleza económica es uno de los más fácilmente perceptibles al afectar a prácticamente todos los sectores de la sociedad.
El estrago a un nivel psíquico, sin embargo, si bien sigue siendo fácilmente perceptible, tiene la particularidad de ser mucho más “personal” y único, cada individuo tendrá una vivencia dotada de matices irrepetibles sin importar que en lo externo su situación sea prácticamente la misma en relación a otros.
Por supuesto que existen ejes organizadores, puntos de semejanza que dan forma a un grupo, y el grupo en el que estoy pensando es el de los niños que se han tenido que enfrentar con la pérdida de uno más seres queridos en medio de la crisis sanitaria, llegando algunos incluso a la orfandad.
Imagen de la artista Amy Sol
Hace tiempo, y como motor de esta reflexión, llamó mi atención que dentro de una red de terapeutas un colega solicitara bibliografía que tratara acerca de cómo explicarles la muerte a los niños, me sorprendió que de hecho existiera más de un par de libros (dirigidos a los padres algunos, y a los niños otros) que ayudaran a entender el fenómeno ¡hay más de una forma de hacerlo, hay más de una forma de “explicar” la muerte aun dentro del gremio de los “profesionales”!
Pienso que muy probablemente eso podría confundir a más de un tutor: “¿cuál consigo? ¿cuál es “el mejor” para hablar del tema?” Un tema tan angustiante que incluso aquel colega mencionado no se escapa de las dudas (“¿alguien aquí sabe cuál es la mejor manera de hablar de muerte con los niños?”).
Tal vez sea imposible determinar esa “mejor forma de hacerlo” pero supondría que pueden pensarse algunas ideas directrices que ayuden a no perdernos aun dentro de la inexistencia de verdades absolutas.
Dolto denuncia la importancia de que los adultos no se eximan de las responsabilidades para con los niños, y una de esas responsabilidades es la de hablarles con la verdad, y es que serán las voces de las personas que se hacen cargo del niño, cargadas de valor e importancia para él, las que podrán llegar a lo profundo de su ser, algo que tal vez no suceda tan fácilmente con la voz y palabras del autor de un libro, persona completamente ajena para el menor. Señalemos desde ahora que probablemente no exista una razón “del todo válida” para justificar el aplazar o evitar la comunicación de la notica de la muerte de un ser querido.
Imagen del artista Gérard Dubois
Ahora, en el hipotético caso de que un adulto esté ya frente un pequeño o una pequeña, el primero se enfrentará a un sinfín de preguntas provenientes de su joven interlocutor pues, entre más joven sea un pequeño, más se le complica aprehender la noción de que la muerte implica perder algo para siempre, que ese algo deja de existir. Aquí se abren, de forma general, un par de posibilidades: algunos optarán, bajo las enseñanzas de su fe, por explicar a los niños que aquél que ha muerto “está” en un lugar por lo pronto inaccesible para los vivos, que los está “cuidando y mirando” desde algún lugar lejano que no puede ser visto ni visitado, algunos otros argumentaran que decir algo como lo anterior puede confundir a los niños, que no es algo verdadero, que dificultará su duelo.
Personalmente creo que ambas posturas son igual de válidas y entendibles, pero al mismo tiempo, igual de insuficientes.
Winnicott señala que la cultura como fenómeno es resultado del espacio y fenómenos transicionales, o sea que es resultado de que procesos psíquicos no patológicos tengan la posibilidad de desplegarse, por lo que yo me pregunto: ¿acaso no se le está privando a un niño de la cultura de su familia cuando “se le debe decir” que no hay cielo, infierno, Mictlán, Valhalla o Hades a donde han ido aquellos acaecidos?
Recordando de nuevo a Dolto, ella relata su experiencia infantil al momento en el que su cuidadora le explica que se supone que los muertos van al cielo pero que la verdad nadie sabe con certeza qué es lo que pasa después de la muerte.
Dolto recuerda haberse sentido sorprendida y angustiada, no sólo por la incertidumbre que implica la muerte sino por darse cuenta que los adultos no lo saben todo. Relato que me hace pensar en la “capacidad negativa” que Bion retoma.
Para el autor la capacidad negativa tiene relación con la posibilidad que posee un individuo para tolerar las angustias provocadas por la incertidumbre, lo desconocido, y la imposibilidad para entender algo, con asumir que no somos seres omniscientes. ¿Porqué tendría alguien qué tener todas las respuestas?
Ella juega sola, de Frida Kahlo (1938)
Muchos adultos encuentran una dificultad para renunciar a la imagen idealizada en la que los niños los colocan, figuras capaces de saberlo todo y, sobre todo, de poder evitarles cualquier tipo de angustia o sufrimiento. Pedir que la vida sólo sea garante de momentos de dicha y satisfacción es como pedir que una aguja no pinche. Realmente no podemos saber con certeza qué es lo que pasa (o no) con los que han muerto y los niños también tienen derecho a saberlo.
Para concluir diría, que en este momento considero que son los tutores de los niños quienes tienen las mejores palabras para hablarles de la muerte, sólo necesitan tener la confianza de que es así y reunir el coraje para hacerlo, para poder comunicar algo como: “mira, X ha muerto, eso quiere decir que nunca más volverás a convivir con X como lo hacías. En esta familia creemos que se ha ido al cielo, y creemos que desde ahí nos mira y cuida, aunque eso nadie lo sabe con certeza; otros creen que ya no existe en ningún lado y otros creen que existe en un lugar diferente al cielo en el que yo creo, lo que sí es seguro es que le extrañarás mucho y te sentirás muy triste de ya no verle, pero dentro de ti están todos esos momentos que viviste con X que te acompañarán hasta que tú mueras, porque la muerte es algo que nos llega a todos”. Palabras más, palabras menos.
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