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El pensamiento como cura

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Por Itzayana Covarrubias

Hay momentos en los que nos encontramos en un sitio, del que no podemos escapar. Es tiempo de encontrarnos de frente con un viejo conocido, el dolor. Se presentó desde que tuvimos que dejar el vientre materno, desprendernos de ese lugar confortable y seguro, para salir al mundo. Nuestra primera renuncia quizá. Ahora, en la vida adulta, de pronto las cosas no marchan como creíamos que debían ser y nos ponemos muy enojados. 

El Yo Ideal nos ve desde el sitio del monarca despótico con el que no existe opción al diálogo. El Ello tal vez propone fraguar la fuga y el Yo intenta hacer una tregua, aunque siendo muy honestos, la fuga parece ser el mejor camino. 

El monarca tiende a ser severo en casos donde ha quedado lejos ese ideal y se necesita una manera “fácil” de aliviar la culpa.

Imagen del artista Eduardo Mata Icaza

¿Cómo hacer, cómo hacer? Se pregunta el Yo desde lo más profundo de su inconsciente. Y entonces se topa con esos mecanismos arcaicos que solía usar cuando era aquel bebé que llegaba al mundo, invadido de una angustia que le hacía creer que se desintegraría en mil pedazos. Sobre dichos mecanismos teorizó magistralmente Melanie Klein; se trata de defensas maníacas que la mente usa para evitar a toda costa contactar con el dolor psíquico. Habló sobre mecanismos inconscientes que nos “venden” la idea de un control omnipotente en situaciones que nos rebasan. Ante la pérdida, la culpa, el arrepentimiento, propios de la posición depresiva, entran en acción mecanismos muy primitivos, para intentar “saltarse” esos tragos amargos de los que de pronto habría que beber para lograr la madurez psíquica y evitar repetir y repetir y repetir los mismos errores.

Pero resulta que el dolor es tan amenazante, que cuando estamos ante él, “elegimos” colocarnos en el lugar triunfante del que devalúa al objeto perdido para no reconocer que, por decisión propia lo hemos destruido y no estará más para nosotros. 

Tal vez por envidia, un concepto central en la teoría kleiniana. La envidia como un deseo implacable de despojar al otro de sus virtudes, aunque esto signifique negarse la oportunidad de recibirlas en beneficio propio. 

Es decir -No quiero ese alimento nutricio que me ofreces, porque no puedo soportar que tengas la capacidad de generarlo y aún más, la bondad de compartirlo conmigo…decido quedarme entonces, en la inanición de una realidad en donde no existe la leche ni el pecho generoso que me hacía sentir pleno y feliz- 

Finalmente se ha autodestruido por convicción propia y eso es lo que más trabajo cuesta elaborar. “He llegado a la conclusión de que la envidia al atacar la más temprana de las relaciones, aquella que tenemos con la madre, es uno de los factores más poderosos de socavamiento, desde su raíz, de los sentimientos de amor y gratitud” (Klein, 1957)

Imagen del artista Eduardo Mata Icaza

Cuando logramos darnos cuenta, al menos en cierta medida, del daño que hemos causado y que por añadidura nos hemos autoinfligido, estamos en total estado de indefensión, como dirían los juristas, ante un escenario en donde nuestros mecanismos maníacos, han quedado de pronto inoperantes, totalmente desarmados. La omnipotencia, que niega la propia vulnerabilidad, ha perdido la batalla. La buena noticia es que tenemos ante nosotros la oportunidad de que, ante la ausencia del objeto, surja el pensamiento. 

“…El próximo paso dependerá de la capacidad para tolerar la frustración, en particular dependerá de eludirla o modificarla. La capacidad para tolerar frustración permitirá a la psiquis desarrollar pensamientos…” (Bion, 1977) 

Esta vez, podemos elegir modificar la frustración, no eludirla, debilitando nuestro yo.
Esta vez elige la cura, no la anestesia. Inicia un tratamiento psicoanalítico.

Itzayana Covarrubias. 
Psicoterapeuta Psicoanalítica.
Consultorio del Valle
Tel. 55.13.95.98.22



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