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Por Ana Cristina Tamayo.
Muda está la voz racional.
Sobre su tumba, los habitantes de la casa del Impulso lloran
la pérdida del amado;
donde tanto el triste Eros, constructor de ciudades,
y la anárquica Afrodita, sollozan su muerte.
Muda está la voz racional.
Sobre su tumba, los habitantes de la casa del Impulso lloran
la pérdida del amado;
donde tanto el triste Eros, constructor de ciudades,
y la anárquica Afrodita, sollozan su muerte.
– En Memoria de S. Freud, W.H. Auden (traducción propia).
Pintura de Gerda Wegener (esposa del pintor Einer Wegener - Lili Elbe; quien inspirara la película "La chica danesa") |
“El amor es un pájaro rebelde”, reza la famosa canción en la ópera de Carmen, de Georges Bizet. Y, entre más vivo, leo, practico y siento las enseñanzas “anárquicas” del psicoanálisis, más me convenzo de ello. Otra manera de decir, menos poéticamente, esto mismo está en la famosa máxima freudiana presente en Tres Ensayos para una Teoría Sexual, “el objeto sexual es contingente”. A menudo se olvida la importancia y gravedad de esta máxima. No hay nada más contingente, un misterio más predeterminado y a la vez impredecible, como es la elección del objeto de amor. Lo que sí es discutible, por otro lado, es si realmente es objeto de amor. Sabemos que el psicoanálisis nos enseña, entre otras mil cosas, cómo en nuestra mente se debaten constantemente impulsos y sentimientos de amor y odio. Tendencias afectivas que, alternativamente, atraviesan un mismo objeto. Muchas veces a costa de partirlo en dos, en tres o en pedacitos. Y el mismo destino sufre tristemente nuestro Yo.
La sexualidad, desde la visión psicoanalítica, es un concepto interminable e inaprehensible en su totalidad. Es de las pocas disciplinas que la reconoce como uno de los grandes misterios de la naturaleza humana. Con la sexualidad se nace, pero también se transmite. Y, en general, de manera inconsciente. ¿Quién diría que los deseos inconscientes de nuestros padres y de quienes nos criaron terminarían de imprimir en nosotros el mapa de nuestra alma, y más aún, de la relación con nuestro cuerpo? La cosa no es tan causal ni tan reductible como lo acabo de poner, sin embargo, si pensamos que nuestro deseo a menudo es desconocido y puede tomar mil formas, ¿cómo es que es posible declarar que solo existe una forma de amar, o que aquél que amamos tiene que caer en una categoría consciente rígida y llena de prejuicios sociales como “ser hombre” o “ser mujer”? ¿Y quién diría que, en nosotros, independientemente de nuestro sexo y nuestro género, habita la apreciación erótica o la identificación con tanto lo masculino como lo femenino? Si es verdad que corporalmente solo podemos ser uno, en realidad somos siempre ambos, amamos siempre a ambos, y siempre queremos ser como ambos. Y no solo hablo de tipos determinados de hombre o de mujer, sino que en esas dos categorías se inscriben todas las posibilidades de ser con las que nos permitamos experimentar, como nos muestran las últimas tendencias de las políticas de identidad y los grupos LGBTQ.
Ahí donde pensamos que hemos encontrado nuestro placer o nuestro “amor ideal”, el cuerpo deseado, o la personalidad deseada, o etcétera, de pronto se asoma lo misterioso. A veces estamos poco dispuestos a reconocer que una simple mirada, una voz o una presencia de otro, sea del mismo sexo o del contrario, tiene en nosotros efectos inusitados. Nos hace cuestionar nuestra identidad, nuestra forma de vivir, incluso nuestra existencia tal y como la conocemos.
A ese momento de desasosiego, incertidumbre, dolor, alivio y asombro le solemos llamar amor.
A ese rayo que azota de repente, según Cortázar, cuando se lamenta: “Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”.
Ilustración de Gerda Wegener |
He elegido introducir a este texto esos versos de Auden porque, entre otras cosas, Freud nos enseñó que Eros liga y construye lo que antaño parecía tener ninguna relación. Justo como la misma naturaleza, que une elementos, químicos, tensiones y seres que, independientemente de sus características antagónicas, aprender a coexistir y a ser indispensables los unos para los otros. En cambio, Afrodita es, en efecto, anárquica y traviesa. La sexualidad en psicoanálisis, que erróneamente se suele circunscribir al placer y a la descarga, es un fenómeno mucho más complicado en que la agresividad, la destrucción y el deseo de fusión hacia otros nos complican bastante la existencia. Pero también nos la hacen sumamente interesante.
Sin embargo, son los impulsos sexuales los que nos mantienen vivos y nos hacen querer vivir.
Su manifestación, sublimación (o canalización, como algunas personas ajenas a nuestra doctrina la llaman), negación, actuación e incluso constricción tienen tremendas consecuencias para la mente y para la sociedad. La sociedad parece querer siempre cumplir el mito del lecho de Procusto, y mutilarnos para desaparecer ese caos dentro de nosotros, esa anarquía, esa creatividad y fertilidad que en nuestro interior y en las relaciones con los otros son infinitas.
En realidad, el psicoanálisis nos enseña lo contrario. Entre más rígida sea nuestra concepción de identidad y de nuestro yo en torno a una sola forma de sexualidad, sea lo masculino o lo femenino, más incompletos, enfermos e insatisfechos estamos. Mayores son las inhibiciones y los descontentos al despreciar a alguno de los miembros de nuestra pareja parental interna. Y más le demandaremos egoístamente al otro ser ese aspecto que negamos de nosotros mismos.
En el fondo, cuando amamos a un hombre, a una mujer, a una persona, estamos reconciliándonos con partes de nosotros y de otros que formaron parte de nuestra vida. Le estamos rindiendo culto a la vida.
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