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Kant declaraba que la realidad “física” era prácticamente incognoscible, es decir, nouménica: “Cómo sean las cosas en sí mismas (con independencia de las representaciones mediante las cuales nos afectan) es algo que se halla completamente de nuestro conocimiento. Aunque los fenómenos no sean cosas en sí mismas, son lo único que nos puede ser dado a conocer” (Kant, 2016: A 190, 222). A estas alturas el lector ya podrá intuir que una de las grandes preguntas de la filosofía ha sido en qué consiste la realidad, o: ¿por qué hay algo en vez de nada? “Algo” y “nada” son las preguntas filosóficas por excelencia, que giran en torno a la vida y la muerte, la presencia y la ausencia, la falta y la satisfacción de ese deseo que vuelve a vaciarse.
Este deseo es transportado por la palabra, y por la voz, más que por otro medio. Es por ello, que Sigmund Freud y sus colegas definieron en un principio al psicoanálisis, en los momentos donde la catarsis era lo más importante, “la cura del habla”. Ahora, ¿por qué, precisamente, tememos el hablar sin estar frente a otro? El diván donde se hicieron los primeros intentos de hipnosis permitió constatar que mediante la voz del médico era posible que las “enfermas histéricas” hablaran. Gracias esta transferencia terapéutica incipiente fue posible la escucha del sufrimiento femenino en un primer momento y, después, el sufrimiento masculino. Es decir, la escucha de aquello que proviene de ser un cuerpo “sexuado” y deseante.
Ese deseo es siempre un fantasma que habla en lugar de nosotros, y a quien le hablamos comúnmente cuando nos comunicamos con un paciente que todavía no surge como un yo auténtico, sino meramente como el espejo (imaginario) de un ente a quien el paciente le habla cuando le habla al analista.
¿Cómo sostenemos este escenario? ¿Qué herramientas internas poseemos para transmitirlo adecuadamente en tiempos de incertidumbre? Creo que eso es reflexión, análisis y autoanálisis de cada analista. Lo que yo he podido aprender no ha sido muy distinto de lo que ocurre en el consultorio, a saber, que incluir los mensajes emocionales dentro de la transferencia, (situaciones del mundo externo e interno) es la única forma de sostener ese encuadre. Pero entonces ya no solo se llama encuadre, sino que se llama psicoanálisis.
Bion le llamó a esto vínculo K. Pero ese ya es otro tema. Y si insistimos con los términos kantianos, podríamos pensar que lo nouménico inconsciente toma forma por medio de las categorías del entendimiento forjadas por la teoría del psicoanálisis y por aquellas de la intuición sensible desarrolladas por el propio análisis, la supervisión, la formación y la escucha fenomenológica propioceptiva del inconsciente presente en nuestros sueños y relaciones personales.
Por Ana Cristina Tamayo Ramos
El encuadre analítico ha sido desde siempre motivo de ardientes debates desde los tiempos iniciales donde el psicoanálisis todavía estaba en proceso de delimitar las cuestiones técnico-clínicas que harían posible la siguiente hazaña de intención, curiosamente, un tanto metafísica: “Hacer consciente lo inconsciente”. Sea la empresa interpretar la transferencia, los sueños, hacer reaparecer los recuerdos reprimidos, encubiertos, distorsionados e incluso desmentidos, la técnica psicoanalítica se ha construido sobre ese punto de apoyo tan firme como invisible.
Hablamos de encuadre cuando delimitamos un espacio, más que físico, espacio-temporal; más que un cuarto con muebles dispuestos, una topografía mental, más que un almacén bibliográfico, una serie, citando a Hume en su Tratado de la Naturaleza Humana, “de impresiones e ideas” a las que “se reducen las percepciones de la mente humana”.
Imagen de la artista Alexandra Levasseur
El encuadre está, por supuesto, presente en todo lo anterior, se alimenta de todos esos elementos “físicos” (consultorio, analista, etc.) y se construye con todo ello. No obstante, no se explica, reduce ni es causado por todo ello. Y eso es, básicamente, lo que he aprendido durante estos tiempos difíciles tan llenos de penumbra como de parpadeos de pseudo-claridad deslumbrante: que la atmósfera inquieta e incierta es aquello que domina actualmente nuestras mentes. Mi deseo ahora es exponer algunas ideas que probablemente encontraremos ya en libros de “técnica” como los del Freud mismo, Horacio Etchegoyen, Donald Meltzer, los seminarios de Bion e incluso en los libros “teóricos” de la indiscutible Klein. Vamos a ver si lo lograré.
En psicoanálisis, delimitar entre la teoría y la técnica podría ser el meollo de la esencia misma del psicoanálisis. Porque, tanto Freud como Klein, y todos los vástagos que de ellos se desprendieron, se enfrentaron con un problema de praxis en todo momento. Y ese problema de praxis engendró luego otro problema de pensamiento. ¿El psicoanálisis es una práctica, o un pensamiento? ¿Freud primero pensó el psicoanálisis o se dio a la tarea práctica de analizar sus sueños? Según el diccionario de la Real Academia Española, la “técnica” es aquello 1) “perteneciente o relativo a las aplicaciones de las ciencias y de las artes”, 2) “dicho de una palabra o de una expresión: empleada exclusivamente, y con sentido distinto del vulgar, en el lenguaje propio de un arte, ciencia, oficio, etc.”. Interesante. ¿Y por qué la Real Academia insistiría en separar el sentido artístico del vulgar al momento de hablar de la técnica?
Imagen de la artista Alexandra Levasseur
Empecemos con Freud, pues no se puede hacer de otra manera. En El Poeta y la Fantasía, Freud comienza diciendo que:
“Los profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber dónde el poeta, personalidad singularísima, extrae sus temas, y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar en nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos acaso capaces” (Freud, 1908).
Desde aquí, Freud está asumiendo que él es un ser profano, debido a que él trata como ciencia aquél mismo material que los poetas hacen arte. Acudamos de nuevo, aunque no sin algo de pena, a la Real Academia Española para que nos ayude a entender la diferencia entre la ciencia y el arte. Para esta autoridad lingüística, la ciencia es: 1) conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente, 2) saber o erudición, 3) habilidad, maestría, conjunto de conocimientos en cualquier cosa. No es hasta el sentido número cuatro que la RAE menciona como definición que la ciencia se refiere al “conjunto de conocimientos relativos a las ciencias exactas, físicas, químicas y naturales”. La ciencia, entonces, podría pensarse como la técnica para llegar a un conocimiento mediante métodos de observación y razonamiento.
David Hume (1711-1776) el destacado filósofo británico que sacó a Immanuel Kant de su sueño dogmático, explica en la primera sección de su Investigación sobre el Conocimiento Humano que “la filosofía rigurosa y abstracta supone una ventaja considerable para la filosofía sencilla y humana, pues, sin aquella, ésta no puede alcanzar un grado suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos o razonamientos.” Continúa luego diciendo que “las Bellas Artes no son nada más que un retrato de la vida humana en distintas actitudes y situaciones. Nos inspiran sentimientos de elogio o censura, admiración o ridículo, en función de las cualidades de objeto que nos presentan” (Sección I, Hume, 1748, p.23). Para rematar, termina con la siguiente e impresionante aseveración en torno a lo que implica conocer o percibir estéticamente el interior de las pasiones humanas:
“Un artista está mejor preparado para triunfar en sus esfuerzos si, además de un gusto delicado y una rápida comprensión, tiene un conocimiento preciso del entramado interno y de las operaciones del entendimiento, del funcionamiento de las pasiones y de los distintos tipos de sentimiento que distinguen la virtud del vicio. A pesar de lo dura que pueda parecer esta búsqueda o investigación interior, resulta en cierta medida imprescindible para los que pretenden describir con éxito las apariencias externas e inmediatas de la vida y las costumbres. El anatomista expone los objetos más desagradables y horripilantes, pero su ciencia es útil al pintor incluso cuando dibuja una Venus o una Helena. A pesar de que utilice los colores más vivos de su arte y confiera a sus figuras un aire agraciado y agradable, tiene que tener en cuenta la estructura interna del cuerpo humano…” (Sección I, Hume, 1748, p.23-24).
Imagen de la artista Alexandra Levasseur
Kant tuvo una “primera” pregunta, por así decirlo, o por lo menos una de las más importantes que tuvo, en torno a si existían los juicios sintéticos a priori; es decir, si existen las proposiciones que tienen su origen en el ejercicio de la razón pura y no provienen del proceso, de síntesis de ninguna experiencia. Es decir, juicios universales y necesarios que provienen del pensamiento puro. Cuando Kant se pregunta esto, básicamente está preguntándose también por la naturaleza de la razón misma. ¿Es posible usar la razón para predecir la naturaleza? ¿Hay algo en ella que nos permita conocer algo de forma definitiva? Ahora es buen momento para recordar que tanto Freud como Bion tenían en mente conocimientos acerca de la filosofía moderna tal y como fue expuesta por Kant. Ambos la citan y la retoman en varias ocasiones, Freud en su Metapsicología y Bion en su Aprendiendo de la Experiencia. Recuerdo, por lo menos, que en el importantísimo pero oscuro texto metapsicológico de Lo Inconsciente Freud recuerda a Kant e incluso, si no me equivoco demasiado, compara el fenómeno de lo inconsciente con aquello manifiesto solo para el órgano de la consciencia. En este mismo texto, Freud rechaza que haya algo así como “un reino metafísico inconsciente”. Por ello que elija el artículo “lo” y no “El” para el título del texto.
Sigamos hablando un momento más de Kant. En su Introducción a la Crítica de la Razón Pura, Kant estipula que:
“La ciencia natural (física) contiene juicios sintéticos a priori como principios, […] en la metafísica -aunque hasta ahora no se le considere más que como una tentativa de ciencia, si bien indispensable teniendo en cuenta la naturaleza de la razón humana- deben contenerse juicios sintéticos a priori. Su tarea no consiste simplemente en analizar conceptos que nos hacemos a priori de algunas cosas y en explicarlos analíticamente por este medio, sino que pretendemos ampliar nuestro conocimiento a priori. Para ello, tenemos que servirnos de principios que añadan al concepto dado algo que no estaba en él y alejarnos tanto del mismo, mediante juicios sintéticos a priori, que ni la propia experiencia puede seguirnos, como ocurre en la proposición “El mundo ha de tener un primer comienzo” y otras semejantes. La metafísica no se compone, pues, al menos según su fin, más que de proposiciones sintéticas a priori.”
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El problema general de la “razón pura” es, entonces, entender cómo son posibles los juicios sintéticos a priori: “El que la metafísica haya permanecido hasta el presente en un estado tan vacilante, inseguro y contradictorio, se debe únicamente al hecho de no haberse planteado antes el problema -y quizá ni siquiera la distinción- de los juicios analíticos y sintéticos. De la solución de este problema o de la prueba suficiente de que no existe en absoluto la posibilidad de que ella pretende ver aclarada, depende del que se sostenga o no la metafísica” (Kant, B20, 54). Kant finalmente se decanta por criticar también el escepticismo de Hume y se dedica analizar durante todo su magnum opus el problema de cómo es que la razón puede plantearse preguntas metafísicas puras que luego se respondan de manera pura por medio de la razón. No deseo entrar profundamente en los argumentos, soluciones ni conclusiones de este libro, sin embargo, quiero aquí señalar que la pregunta ontológica ha sido tan importante para la filosofía como es la respuesta que la metapsicología ha dado a las formas y contenidos de la naturaleza y, por tanto, de la mente humana.
¿Cómo se analizan esos contenidos? Nosotros los que pretendemos a ser analistas, pero quizá nunca lo lograremos de la misma forma que nunca un filósofo logrará clausurar (como Wittgenstein que intentó reducir la metafísica a un problema de lenguaje) la pregunta por la existencia, la vida, la ética y todas aquellas que se deriven del acontecer humano, nos tenemos que hacer esta pregunta a diario en varios momentos del día. ¿Qué es la mente y cómo se mira?
Heidegger, el controversial pero importantísimo filósofo alemán, decía que el Dasein (“ser-ahí , ser humano”) se encontraba tan próximo de su propio yo que no era fácil conocerlo por sí mismo. De hecho, Heidegger desconoce la existencia de un “yo aislado de los otros” (Dasein es Mitsein, ser-con-otro), anunciando que “incluso en soledad” estamos en presencia del otro, aunque su ausencia sea ese medio por el cual se nos manifieste en la consciencia interna.
En fin, nos hacemos la pregunta por la mente acostados en el diván de nuestro analista, sentados en el sillón siendo analizados por los conflictos de los pacientes, frente al rostro de nuestros supervisores, por la noche al soñar y por la mañana al recordar o no nuestros sueños. Nos la formulamos cuando buscamos al ser amado, cuando nos encontramos en una conversación humana ajena a nuestras labores, en una situación social donde técnicamente tendríamos que dejar a nuestro inconsciente ser más espontáneo. Pero la verdad es que una vez que comenzamos a ser analistas, o analizados, o analizantes, nunca paramos. La mente no es algo que se detiene, sino se decide o no, ignorar.
Imagen de la artista Alexandra Levasseur
¿Y qué es lo que sucede cuando se decide ignorar la mente? ¿Qué precio se paga? Freud fue quizá el primero en plantearse, o por lo menos en estudiar seriamente esta pregunta. Su respuesta fue, y será siempre, que se paga el precio de la humanidad. Esta pregunta la hizo ciencia, en el momento en que se sentó a observar el arte espontáneo del acontecer de la mente humana. Esta mente que es como el río Heracliteano que nunca pasa dos veces igual. Entonces, ¿cuál es la constante necesaria que hay que tener para asir algunos de los fenómenos de la experiencia mental? Con experiencia mental, siendo psicoanalista, me siento obligada a aclarar que es inconsciente. No obstante, si somos realmente psicoanalistas los que leemos o escribimos sobre la mente, nunca tendremos la necesidad de aclararlo con un apellido que ya sabemos que es la fuente misma de esa experiencia.
Lo inconsciente, entre muchas cosas, podría ser lo fatum, un designio oscuro del hado que hay que revelar para combatir con el uso de la pasión y la emoción. Ser humano es vivir la experiencia de lo fatal. Recordemos ahora los versos de Rubén Darío:
“Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, y no saber adónde vamos, ¡ni de dónde venimos!...”
¿Por qué entonces Freud, en Lo Inconsciente, insiste en argumentarlo como cualidad psíquica antes que como categoría, como hemos visto, presuntamente metafísica? Así, no es que el “reino” del inconsciente, como dice la definición, “exista en cuanto tal”. La cualidad de existente como perteneciente a un sistema topográfico, dinámico y estructural depende de las manifestaciones mentales, conductuales y verbales que alcancen la percepción de, primeramente, el paciente, y luego, el analista. El inconsciente, por ende, es aquello que se manifiesta tanto a los sentidos del analista como del paciente por medio de la transferencia. La transferencia es aquella herramienta técnica que hace que el concepto teórico de “lo inconsciente” se manifieste. O, en otras palabras, la consciencia, por medio de la asociación libre y la escucha analítica, deviene inconsciente al momento en que hace contacto con la actitud analítica (neutralidad, abstinencia, atención flotante). Todas estas, como ya nos explica sobradamente Horacio Etchegoyen en Fundamentos de la Técnica Psicoanalítica, son las que posibilitan el funcionamiento del encuadre.
En Recordar, Repetir, Reelaborar, Freud se pregunta sobre la “resistencia” en los pacientes:
“¿Qué repite o actúa, en verdad? He aquí la respuesta: Repite todo cuanto sabe de las fuentes de lo reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y, además, durante el tratamiento repite todos los síntomas. En este punto podemos advertir que poniendo de relieve la compulsión a la repetición no hemos obtenido ningún hecho nuevo, sino una concepción más unificadora” (Freud, 1914: 190).
Siempre me ha parecido curioso que la denominación de la resistencia se pueda interpretar de una manera negativa, cuando esto es justo lo que permite el despliegue de la transferencia y de los contenidos inconscientes. Si acaso sería más correcto hablar, como hizo Klein, de la interpretación de la transferencia negativa, la cual proporciona una información valiosa sobre la vida interna del paciente. Es aquella que evidencia los conflictos tempranos más intensos y, por supuesto, edípicos infantiles.
Así, la interpretación de la transferencia es, sin lugar a duda, la interpretación de la resistencia a recordar. ¿Y qué no justamente la incapacidad para recordar es lo que permite el despliegue transferencial? La transferencia es, entonces, un espacio mental que se abre en el momento en que hace contacto con otro desprovisto de historia, de contenidos simbólicos. De esta manera, el analista puede recibir y reescribir, hacer una coedición, de ese inconsciente en cooperación con el paciente. A esto le llamamos en argot técnico, alianza terapéutica.
Imagen de la artista Alexandra Levasseur
A lo largo de mi ya un poco larga, pero igualmente incipiente experiencia clínica, terapéutica, psicoanalítica y psicoterapéutica me he preguntado eso: ¿cuál es la constante que hay que utilizar para apercibir, por usar un término de la fenomenología, los fenómenos inconscientes? Freud los trazó con mucha reserva y se autoeditó en cada momento mientras atendía a los pacientes. Y el primer paciente que Freud tomó fue realmente su propio sueño. A lo largo de su vida, intercambió impresiones de su mundo interno no solamente con Wilhelm Fliess, sino también con Carl Jung y Karl Abraham, Sándor Ferenczi y otros.
Esta correspondencia que sostendría con sus colegas médicos, alumnos y discípulos calificaría, a mi gusto, como un tipo de relación transferencial. Rápidamente Freud, el analista, se convierte en el analizado. El ambiente del círculo psicoanalítico, desde el grupo de los miércoles hasta la Asociación Psicoanalítica Internacional y, sin duda, también el grupo de los “Siete Anillos”, se ha caracterizado desde sus inicios por estar lleno de fluctuantes y vibrantes relaciones transferenciales. La teoría psicoanalítica se ha construido en ese vaivén entre la transferencia y la contratransferencia. Fue aquel momento donde Anna O. se enamoró de Breuer quien, a los ojos de Freud, fue el descubridor original del “método catártico”. Esto propició que la joven “enferma” cayera perdidamente enamorada del médico. Y el perturbado médico, por su parte, quedó tan conmovido por la intensidad de la pasión que despertaba una conversación íntima y honesta con alguien que escuche, se vio tan amenazado que huyó. Y quizá esos fueron los primeros inicios de la transferencia.
¿Por qué, entonces, nos confrontan tanto (como pacientes y terapeutas) estos tiempos sin presencia física? ¿Cómo es que esta época de crisis nos está haciendo replantear los espacios, y no solo “físicos”?
Kant declaraba que la realidad “física” era prácticamente incognoscible, es decir, nouménica: “Cómo sean las cosas en sí mismas (con independencia de las representaciones mediante las cuales nos afectan) es algo que se halla completamente de nuestro conocimiento. Aunque los fenómenos no sean cosas en sí mismas, son lo único que nos puede ser dado a conocer” (Kant, 2016: A 190, 222). A estas alturas el lector ya podrá intuir que una de las grandes preguntas de la filosofía ha sido en qué consiste la realidad, o: ¿por qué hay algo en vez de nada? “Algo” y “nada” son las preguntas filosóficas por excelencia, que giran en torno a la vida y la muerte, la presencia y la ausencia, la falta y la satisfacción de ese deseo que vuelve a vaciarse.
Algo y nada son el vals que el analista y el paciente bailan a cierto compás para averiguar una cosa: ¿qué clase de baile es? ¿Es una batalla, un acto amoroso, una conversación o, en algunos casos límite, una mera ilusión alucinatoria de unicidad?
Sigamos con Kant. Para él, las primeras categorías o principios a priori para organizar la realidad nouménica “pura” son el espacio y el tiempo: “Tiempo y espacio son, pues, dos fuentes de conocimiento de las que pueden surgir a priori diferentes conocimientos sintéticos […]. Tomados conjuntamente, espacio y tiempo pueden ser formas puras de toda intuición sensible, gracias a lo cual hacen posibles las proposiciones sintéticas a priori” (Kant, A 39, B 56- A 40, 2016). Esto quiere decir que Kant asume que la mente posee estas ideas o, cuando mucho, la capacidad innata para concebirlas y luego sintetizarlas en una experiencia de continuidad existencial que Kant llama Yo.
Como quizá ya sabremos, o no sabremos, Freud era bastante moderno, es decir, bastante kantiano en su concepción del Yo. Tanto para Freud como para Kant la función del yo era sintética, es decir, sintetizar las experiencias conscientes. Solo que Freud se atrevió a incluir en la ecuación los fenómenos inconscientes y, en ese sentido, Freud inauguró quizá la concepción posmoderna de la subjetividad que ya se venía cocinando en la tradición del idealismo alemán; misma que inevitablemente estalló con la llegada del siglo XX, para culminar finalmente en la experiencia de sujeto desbordado y fragmentado del siglo XXI. Pensemos por un momento que ese desborde se relaciona con, tal y como Eli Zaretsky lo ha descrito en Secretos del Alma, la promesa de satisfacción perpetua de deseo del sueño capitalista.
Esta continuidad existencial ahora se ha visto perturbada ya varias veces por acontecimientos catastróficos a nivel internacional, comenzando con la Primera Guerra Mundial, la cual Freud vivió muy cercanamente. En esos momentos angustiosos de reclusión, la evolución del psicoanálisis y su crecimiento institucional se vieron de pronto interrumpidos. Freud dejó de recibir tantos pacientes y se dedicó a revisar varias de sus teorías y sus artículos. Su correspondencia con su gran amigo y “mejor alumno” Karl Abraham da fe de los momentos de gran incertidumbre que ambos vivieron. A juzgar por lo que ahí comentaban, se trató de un acontecimiento social, geopolítico y psicológico sin precedentes. Fenómenos de estrés mental como el shell shock han sido adecuadamente retratados por la película recientemente premiada 1917 y también por la famosa novela de Erich Maria Remarque, Sin Novedad en el Frente.
En esta última, la experiencia de la “quietud” y la espera estaban mezcladas con el significado de la muerte, pero también ocurre una experiencia de encuentro entre los soldados que hasta ahora no habían experimentado. Aquel recuentro es facilitado por la sensación generalizada de pérdida, de bienestar, de separación de allegados, de bienes materiales y, sobre todo, de identidad, de juventud perdida para siempre. En el capítulo 6, Paul se encuentra haciendo guardia. Recuerdos del pasado lo abordan. La quietud y la calma de estos recuerdos le generan zozobra, más que deseo de volver a ellos. Se dice a sí mismo que los deseos pertenecen a otro mundo que ya no es el “nuestro”. Su juventud está perdida y eso le ha provocado insensibilidad e indiferencia. La pregunta que queda aquí es, si perdemos el mundo externo, o la vida como la conocíamos, ¿también perdemos el deseo? Y si eso es cierto, ¿cómo lo recobramos? Curiosamente Freud redactó y discutió con Abraham las principales ideas de su texto seminal Duelo y Melancolía, fundamental para la comprensión del surgimiento de la escuela de las relaciones de objeto en psicoanálisis.
Pero cuando hablo de deseo, de su pérdida inevitable en situaciones límite y de su recuperación, por supuesto, me refiero al deseo de un otro, a un deseo de ser deseado y de participar en la comunicación y recepción de éste. Sobre todo, en los tiempos de distanciamiento social, paradójicamente, este deseo se acentúa.
Este deseo es transportado por la palabra, y por la voz, más que por otro medio. Es por ello, que Sigmund Freud y sus colegas definieron en un principio al psicoanálisis, en los momentos donde la catarsis era lo más importante, “la cura del habla”. Ahora, ¿por qué, precisamente, tememos el hablar sin estar frente a otro? El diván donde se hicieron los primeros intentos de hipnosis permitió constatar que mediante la voz del médico era posible que las “enfermas histéricas” hablaran. Gracias esta transferencia terapéutica incipiente fue posible la escucha del sufrimiento femenino en un primer momento y, después, el sufrimiento masculino. Es decir, la escucha de aquello que proviene de ser un cuerpo “sexuado” y deseante.
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Kant decía que uno vuelve a la metafísica una y otra vez, así como vuelve la histérica al deseo, como “a una amante con quien se ha tenido una desavenencia”.
Ese deseo es siempre un fantasma que habla en lugar de nosotros, y a quien le hablamos comúnmente cuando nos comunicamos con un paciente que todavía no surge como un yo auténtico, sino meramente como el espejo (imaginario) de un ente a quien el paciente le habla cuando le habla al analista.
Deseo concluir ahora con una frase de Donald Meltzer: “La única función del analista en sostener el encuadre”.
¿Cómo sostenemos este escenario? ¿Qué herramientas internas poseemos para transmitirlo adecuadamente en tiempos de incertidumbre? Creo que eso es reflexión, análisis y autoanálisis de cada analista. Lo que yo he podido aprender no ha sido muy distinto de lo que ocurre en el consultorio, a saber, que incluir los mensajes emocionales dentro de la transferencia, (situaciones del mundo externo e interno) es la única forma de sostener ese encuadre. Pero entonces ya no solo se llama encuadre, sino que se llama psicoanálisis.
Y el psicoanálisis es un método, una técnica, un arte y una ciencia, pero, sobre todo, es un modo de relación que tenemos con la capacidad de decirnos a nosotros mismos y a los otros la verdad sobre nuestras emociones.
Bion le llamó a esto vínculo K. Pero ese ya es otro tema. Y si insistimos con los términos kantianos, podríamos pensar que lo nouménico inconsciente toma forma por medio de las categorías del entendimiento forjadas por la teoría del psicoanálisis y por aquellas de la intuición sensible desarrolladas por el propio análisis, la supervisión, la formación y la escucha fenomenológica propioceptiva del inconsciente presente en nuestros sueños y relaciones personales.
Referencias bibliográficas:
Correspondence Complète, Abraham, K. y Freud, S.
Crítica de la Razón Pura, Kant, Immanuel.
La Técnica Psicoanalítica, “Recordar, repetir, reelaborar”, Freud, S.
Metapsicología, “Lo Inconsciente”, Freud, S.
Poesía Completa, Darío, R.
Psicoanálisis Aplicado y otros Textos, “El Poeta y la Fantasía”, Freud, S.
Ser y Tiempo, Heidegger, M.
Sin Novedad en el Frente, Remarque, Erich M.
Tratado de la Naturaleza Humana, Hume, D.
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